Claves

Placeres y deberes de la crónica latinoamericana

Por Mario Munive

Publicado el 13 de abril del 2014

Fascinados por el extravagante mundo de los frikis o inmersos en el registro de la violencia urbana y el desarraigo, la legión de escritores de no ficción surgida veinte años atrás tiene una asignatura pendiente que hinca como una piedra en el zapato: descubrir las interioridades del poder político y económico. 

Por Mario Munive *

A Carol Pires le encantó leer la historia de Dan Koehl, un sueco que se propuso instalar una red de telefonía para elefantes a escala global. La idea partió de un dato científico: los elefantes utilizan infrasonidos para comunicarse a grandes distancias. Y Koehl, el hombre que más sabe de estos mamíferos, supuso que si colocaba micrófonos y altavoces en los zoológicos, tarde o temprano los animales de una misma familia o región, aunque separados por mucho tiempo, volverían a conectarse. Mientras esperaba una señal que confirmara su tesis, los sometió a una descarga cotidiana de rock y pop americano de los setenta. No está claro si se llegó a establecer la comunicación entre un lugar de cautiverio y otro, pero un hallazgo sedujo a Carol e hizo inolvidable esta historia: el sueco jura que a todos los elefantes les gusta Tomorrow is a long time, la melancólica y entrañable canción de Bob Dylan.

Carol Pires nació en Brasil y vive en Sao Paulo. Es una mujer risueña y distendida que ha escrito perfiles notables para Rolling Stone, Marie Claire y Gatopardo. Hace dos años, durante un confesionario para jóvenes cronistas de América Latina, ella contó que hubiese querido escribir la crónica sobre los elefantes melómanos que Piauí, una revista de su país, publicó en diciembre de 2008. Lo habría disfrutado mucho. Desplegar esa historia mínima, aunque no sirva absolutamente para nada, aunque no cambie un ápice la vida de las personas, es un placer impagable. Porque ella, suele repetirlo, no tiene ninguna intención social cuando escribe. No piensa cambiar el mundo. Cuando elige el tema de una crónica o el personaje para un perfil lo hace simplemente por el placer de contar. Así le pasó con El tiburón desempleado; la historia de un veterano hincha del Junior de Barranquilla, llamado Óscar Borrás, que se disfrazaba de escualo para alentar a su equipo desde la tribuna. Un día el club le dijo: estás muy viejo para ser la mascota de una escuadra grande. Y después de cuarenta años de fanatismo militante, Óscar fue echado de la barra sin misericordia ni despedida. Sin duda, una buena historia que contar.

Óscar Martínez está sentado al lado de Carol, pero parece escucharla desde la otra orilla. Pronto le tocará confesarse. Dirá que él sí siente una responsabilidad ética al momento de elegir los temas sobre los que va a escribir. No le llama la atención el hombre con más piercings del mundo. Tampoco las siamesas unidas hace medio siglo por el lóbulo frontal. Vive en el país de la mara Salvatrucha y la mara 18, en la región con la tasa de homicidios más alta del mundo. Es común escucharlo hablar de la violencia que tasajea El Salvador. Su gesto es adusto, a ratos severo. Eleva la voz como un predicador cuando defiende la “función social del periodismo”. La crónica, afirma, sí puede ayudarnos a cambiar la realidad porque es la herramienta más poderosa de este oficio. Díganle ingenuo, si quieren.

Hace cinco años Óscar eligió convivir con los migrantes que cruzan México para ingresar a los Estados Unidos, y en el camino son violados, secuestrados o asesinados. Escribió catorce crónicas y las publicó en el libro Los migrantes que no importan. Las historias que relata sirvieron luego para denunciar a autoridades corruptas e indiferentes. “Yo no pretendía que la gente me leyera para divertirse por las noches”, sentencia este salvadoreño de 31 años. Y la frase cae certera como un dardo sobre el escenario donde cuatro cronistas hablan de sus motivaciones. De un lado están los que como Óscar, sienten el deber de revelar y denunciar la violencia que los rodea. Del otro, quienes ven en la crónica la vía ideal para descubrir las extravagancias de la sociedad.

Veinte años de periodismo narrativo han transcurrido en América Latina entre ambas orillas temáticas. Ciertamente, en medio se distinguen matices; cronistas –como Carol Pires—que pueden sentirse fascinados por seres excéntricos, pero también escriben perfiles de políticos y más de una vez se han sumergido en la coyuntura. Aun así, no se puede negar la fascinación que el llamado “mundo freak” despierta entre los cronistas sudamericanos  y, al mismo tiempo, la inclinación por las tragedias y abismos sociales de sus colegas centroamericanos.
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MUNDO FREAK

“Freak” es sinónimo de raro, periférico o estrafalario. Lo explica el peruano Juan Manuel Robles en la antesala de su libro de crónicas “Lima Freak. Vidas insólitas en una ciudad perturbada”. Este cosmos temático dominado por lo extremo, lo sublime o extraordinario, a menudo descubre su materia prima en vidas marcadas por el ocaso y la marginalidad. Un ejemplo tangible de esta tendencia es El Pintor de Lavoes y otras crónicas, un libro de Luis Miranda que reúne perfiles asombrosos: Lúcuma, el asesino en serie que expone sus pinturas en la galería más famosa de Miraflores; Vikingo, el catchascanista más temido y odiado de los setenta, ahora adolorido y desgarrado; Carmencita, la anciana mendiga, a quien le cuesta cambiar de vida después de haber ganado la lotería; Coco Marusix, el transformista que sobrevivió a un derrame cerebral y vuelve al escenario en silla de ruedas. Todos los personajes de Miranda lucen fronterizos o desangelados.

Cuando cumplió siete años, Julio Villanueva Chang, el director y fundador de Etiqueta Negra, recibió un regalo de su madre que él recordará de por vida. No era exactamente un libro para niños. Sobre la portada distinguió dos preguntas impresas: ¿Quién es el hombre más alto del mundo? ¿Quién es el hombre más gordo del mundo? Le habían regalado el libro de los Récords Guiness. Cuarenta años después Julio asegura que no se despegó del texto hasta terminarlo. Una anécdota de infancia puede explicarnos el derrotero de una vida, es una impronta que en este caso parece un estandarte. Nos sirve para entender porqué el motor de búsqueda de muchos cronistas sudamericanos se enciende frente a todo aquello que resulta insólito o inaudito.

El hombre más pequeño de Colombia, el peor corredor de la Fórmula Uno, la mujer que corrió el maratón de Nueva York y llegó a la meta al día siguiente, el chico que viaja para acumular millas y el tipo que robó cuarenta bancos en un año… He aquí cinco historias dignas de los Récords Guiness publicadas en Soho y Etiqueta Negra. Un cronista es un recaudador de pequeñas singularidades, sostiene Villanueva Chang en un ensayo cuyo título no podía ser más certero: El que enciende la luz.   Los maestros de la crónica latinoamericana predican un credo transgresor y navegan río arriba. Proponen convertir las anécdotas y los detalles en lo más importante, en aquello que da dimensión a un lugar o a un personaje y es capaz de provocar emociones en el lector. El chileno Juan Pablo Meneses lo resume así: “Para nosotros la noticia debe ser la anécdota. Si hay un accidente (noticia), seguramente habrá una historia lateral (anécdota) que va a simbolizar todo lo que queremos decir. Esa anécdota será al final nuestra noticia, de manera que el accidente pasará a ser lo que en el periodismo convencional se asume como lo anecdótico e intrascendente” .

El universo temático predominante de la crónica sudamericana actual está marcado por lo que Meneses acaba de explicar. Puede apreciarse en Etiqueta Negra, Soho y El Malpensante, tres revistas, una peruana y dos colombianas, que en los últimos quince años han abierto una amplio camino por el que han desfilado decenas de periodistas convencidos de la necesidad de expresarse en un estilo radicalmente distinto al que se práctica en los periódicos y revistas tradicionales. Sus editores han logrado algo que durante décadas parecía demasiado para los estándares de la prensa latinoamericana: que el periodismo trascienda su función informativa y sea leído como una experiencia estética.

EL COMPROMISO DE LA CRÓNICA

Carlos Salinas Maldonado confiesa que el periodismo es su cordón umbilical con el mundo. Es el oficio que le da de comer y su combustible para la vida. En el perfil de su cuenta en Facebook, escribió: “me gustan los periódicos, pero me gusta mucho más el periodismo, que sobrevivirá sin importar la plataforma, porque siempre habrá algo que contar, que investigar y que denunciar. Soy periodista. No sé si podría ser algo más”.

Carlos nació en Nicaragua hace 32 años. El periodismo le ha insuflado paz y  sosiego cuando lo ha usado para expresar aquello que le parece injusto. A diario muchas historias le parecen injustas, pero hay una que no suelta desde hace tres años. Es la agonía de los campesinos cañeros de la Isla de las Viudas. El lugar que ha descrito más de una vez en sus crónicas no es exactamente una isla, pero sí es habitado por viudas y muchos huérfanos, porque allí todos los hombres se mueren del mismo mal: insuficiencia renal crónica. Todos, más de tres mil, trabajaban en el inmenso cañaveral de la empresa azucarera más próspera de Centroamérica. “Historias como esta, de olvido, de explotación laboral y pobreza, resumen lo que es América Latina”, dice Salinas.

Exclusión, desarraigo y violencia son asuntos frecuentes en el quehacer de cronistas como Carlos Salinas. Él escribe en Confidencial, desde Nicaragua y Óscar Martínez lo hace para El Faro, desde El Salvador. Por los temas que abordan ambos juegan en pared. Y no están solos. No muy lejos, Oswaldo Hernández acaba de retratar para Plaza Pública la vida de los niños que trabajan y estudian en La Terminal, el mercado más grande de Guatemala. Y más al norte, en México, cronistas como Carlos Acuña, de Emeequis, o Diego Osorno, de Gatopardo, se sumergen en el submundo del narco o las autodefensas para dar cuenta de historias cada vez menos visibles en algunas redacciones. Los medios en los que escriben comparten una promesa a los lectores que suena irresistiblemente seductora en estos tiempos de inmediatez y olvido: entregarles una clase de periodismo que aspire a ser indeleble y explique los hechos con profundidad. Dicho de otro modo, unir las técnicas de escritura del periodismo narrativo con el rigor (y el riesgo) reporteril del periodismo de investigación, fusionar la investigación periodística con la técnica literaria.

Las dicotomías temáticas del periodismo narrativo en América Latina han sido exploradas por los críticos literarios en los últimos años. Algo en común se reconoce en los periodistas narrativos de la región. A todos, a los que hurgan en lo extravagante o relatan la violencia, les interesa desvestir lo prohibido. Sus relatos avanzan por fuera de la moral convencional y antes que juzgar, lo que buscan es descubrir. Los críticos, sin embargo, soslayan un mérito que, quienes han pasado media vida nocturneando en las salas de redacción de cualquier diario latinoamericano, frente a montañas de textos basados en declaraciones, saben valorar: la vocación, la fascinación, la obsesión por contar una historia real.

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EL PODER Y LA ZONA DE CONFORT

Si alguna asignatura pendiente tiene el periodismo narrativo con la realidad latinoamericana esta tiene que ver con las historias del poder político y económico. Dos años atrás, en un conversatorio organizado por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, Guillermo Osorno, entonces editor de Gatopardo, la estupenda revista nacida en Colombia a fines de los noventa y editada en México desde 2006, lamentaba la miopía de los periodistas políticos que viven de los dichos e ignoran los hechos. Cruzar la frontera que oculta los actos privados de las declaraciones públicas no es algo común entre los reporteros y editores que cubren política. Lo habitual es que reproduzcan los libretos elaborados por los expertos del media training. Dejar esta zona de confort es hoy un imperativo para todos. Nos falta escribir la crónica de los ricos, de la gente que toma decisiones en nuestros países y cuyo modus operandi luce ahora blindado por el escudo de los gabinetes de prensa.

Esta es una demanda de fondo que tiene años escuchándose. Uno de los más persistentes en sostenerla es Martín Caparrós. En una columna titulada “Contra los cronistas”, publicada años atrás en Etiqueta Negra, el narrador argentino sostiene que ser cronista es una forma de pararse en el margen para cambiar el foco de lo que se considera “información”. Para Caparrós la crónica es “política”. Y entiende por “política” una toma de posición frente a la industria de los medios y los contrabandos y vacíos de su oferta editorial. Por eso imagina este género periodístico como un lugar de diferencia, acaso de resistencia.

Quien ha admitido más de una vez los señalamientos de Caparrós es Alberto Salcedo Ramos. En una entrevista para The Clinic, el colombiano  lanzó tiempo atrás una patada feroz a la autocomplacencia: “Una flaqueza de los cronistas es que no metemos las narices en los círculos de poder”. Salcedo Ramos –a quien Jon Lee Anderson ha llamado el cronista mayor de América Latina– reconocía así la apatía de su gremio frente a los temas de interés público. Digamos que, si lo exige Caparrós y lo suscribe Salcedo Ramos, es hora de hacerle caso a los maestros: que la crónica trascienda ese lado B de la realidad, y despliegue el talento de sus escritores y la destreza de sus reporteros para desnudar lo que se esconde en los entresijos del poder.

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Periodista y docente universitario. Actualmente enseña en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Especialista en géneros periodísticos, periodismo narrativo y nuevas tendencias de la comunicación

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