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Renunciar a la última palabra
Por @cdperiodismo
Publicado el 18 de octubre del 2016
Por Diego Salazar (*)
¿Cuál es el trabajo del columnista o analista en prensa? ¿Intentar entender (para explicar) o buscar por todos los medios tener siempre la razón? ¿Iniciar/sumarse a una discusión o buscar terminarla a como dé lugar para regodearse en el placer infantil de tener la última palabra?
Por supuesto, estas preguntas dan por sentada la honestidad intelectual y la observancia de unos estándares mínimos de calidad y ética periodísticas, aun cuando, lastimosamente, esto no sea lo habitual entre nuestra opinología local. Pero eso es materia para otra columna y las interrogantes que planteo aquí van en una dirección diferente. En serio, ¿de qué se trata? ¿De comprender y prolongar la discusión o acabar la conversación como un niño que les tira la casita de Legos a sus compañeritos de clase? ¿Se lo han planteado los colaboradores en prensa peruana alguna vez? ¿Les importa a los lectores? ¿A una mayoría o minoría de ellos?
Como cualquier género periodístico (o literario), la columna no se acaba en la escritura; una columna que nadie lee es una columna incompleta, inacabada; media columna, si se quiere. Esto es verdad en cualquier pieza que se publica en un diario, pero lo es más en el columnismo. Quizá por el uso habitual de la primera persona; quizá por la relación que, con el tiempo, establece el columnista con los lectores. En ese sentido, la periodista del Washington Post Donna Britt definió el columnismo como una conversación: “Dado que escribir una columna es como tener una conversación, la escritura supone también escuchar. Soy consciente –quizá demasiado– de que muchos de mis lectores estarán en desacuerdo con lo que escribo. Algunos no se han cuestionado a sí mismos ciertos temas importantes, así que me siento obligada a hacerlo yo. Estoy constantemente dirigiéndome a ellos mientras escribo, y escucho sus susurros en la oreja”.
Lejos de ese diálogo, el columnismo en la prensa peruana se asemeja más a un salón de clase donde todos levantan la mano, hacen aspavientos y hablan por encima de los otros para demostrarle al profesor que ellos sí tienen razón. Y al otro, como diría el Chavo del Ocho, “qué bruto, póngale cero”. En ese aburrido y monótono e(di)sfuerzo, quienes escribimos en prensa olvidamos un detalle delicioso señalado por Britt: “Muchos de mis lectores estarán en desacuerdo con lo que escribo”. Ajenos a esa verdad, nos sentamos ante el teclado día sí y día también cargados todos de razón, casi listos para que nos saquen en andas los ‘nuestros’ una vez colocado el punto final. Y a los otros que les escriba otro, o que conversen con uno de los _suyos.
Cuando se trata de acercarse a aquellos que piensan distinto a uno, lejos de cualquier esfuerzo por comprender, por prolongar la discusión, el trabajo de los columnistas locales recuerda, con mucho menos gracia pero igual futilidad, a la famosa viñeta de Randall Munroe ‘El deber llama’:
-¿Vienes a la cama?
-No puedo. Esto es importante.
-¿El qué?
-Alguien en Internet está equivocado.
La viñeta no termina ahí, sino en una línea de diálogo extra añadida fuera de imagen por Munroe:
-¿Qué quieres que haga? ¿QUE LOS DEJE? ¡Entonces seguirían estando equivocados!
No hay forma de comprender, de entender, si no estamos dispuestos a conversar, si no estamos dispuestos a que esa conversación nos enseñe que también nosotros podemos estar equivocados. Y no hay conversación posible si no estamos dispuestos a renunciar a tener la última palabra. Aunque sea por una vez.
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