Claves
México (II): ¡Mándame a la prensa y si me cuelgas te va a cargar la chingada!
Por @cdperiodismo
Publicado el 30 de diciembre del 2011
Por Darío Dávila de Periodismo Indeleble (*)
LA SOLEDAD DE UN REPORTERO
Debió tener entre 13 y 15 años, me dice un viejo policía al mostrarme fotos en su teléfono móvil de cadáveres hechos pedazos por las balas. Un forense me confirmaría ese dato semanas después.
Un diario nacional mexicano tituló en su tapa: “Matan marinos a zetas”…
La Secretaría de Marina dijo en su versión oficial: “…hubo 15 presuntos delincuentes muertos y se aseguraron 17 elementos, presuntamente pertenecientes al grupo de la delincuencia organizada del cártel de Los Zetas.
Pero nadie –salvo las autoridades locales que recogieron el cuerpo- habló del muchacho que en San José de Lourdes, Zacatecas, a unos 700 kilómetros de la capital Distrito Federal, murió durante un enfrentamiento entre marinos y presuntos sicarios el 1 de julio de 2011. Estaban disparando a los militares desde una azotea.
Para contar algo de San José de Lourdes hay que entender sus reglas y miedos.
La primera es que en San José de Lourdes nadie debe andar en el rancho después de las diez de la noche. La segunda es que si denuncias te mueres y la última es que el pueblo es, era o será de Los Zetas.
En este embudo de casas a unos 22 kilómetros de la ciudad norteña de Fresnillo, Zacatecas, las esquinas de sus calles son agencias de noticias locales donde las señoras y los muchachos sueltan frases: “…los agarraron dormidos, la matazón estuvo buena, van a castigar a los halconcillos, en mi patio cayó una granada”.
El rancho con su iglesia de color naranja, sus ancianos, sus migrantes cortadores de tomate regresando a sus casas cuando se acaba la luz del horizonte y sus muchachas paseando después de las seis, albergaba a presuntos sicarios que comenzaron a instalarse –dicen los habitantes- hace unos 4 años.
-¿Y por qué no los denunciaban?
– Por miedo, justificará horas después Guadalupe.
También contará cómo al amanecer, mientras sus tres hijas dormían en la calle Jardín de la colonia Loma Bonita, el estruendo de un AK-47, granadas y portazos hizo que las ocultara debajo de la cama. Una granada destrozaría su ventana y decenas de disparos tapizarían la fachada de su casa.
Y detallará: -Yo no alcancé a meterme toda debajo de la cama, porque no quepo; mis piernas quedaron afuera y me salpicaron vidrios de la explosión. Mis hijas se orinaron de miedo…
– ¿Y su marido dónde está? –
Ella se sobará la pierna y expresará: -Se fue hace seis meses a Oklahoma, Estados Unidos.
‐ ¿Ya pudo hablar con él?
– No, no lo hemos encontrado…
Hace dos días y dos noches que la lluvia a hecho más viscosa la tierra. Cuando uno viene sobre la carretera que conecta a Zacatecas con Durango, debe alzar más la vista para encontrar a esta comunidad de más de 4 mil 700 personas metida en un embudo. Sabrá entonces que San José de Lourdes es una iglesia, mucha tierra, muchos sicarios y reporteros amenazados.
-Mi hijo –que riega la tierra en la noche y los veía pasar, se escondían en un lugar que le dicen El Hoyo.
-¿Y la Policía?, pregunto a otra señora que me ha invitado a pasar a su casa y que revira: ¿Sabe si hay muchos muertos? ¿Cuándo se van ir los marinos?…
En su mesa hay un plato de frijoles y papas en un caldo picante. Además, tres oaxaqueños que llegaron a esas tierras para llenar botes de tomate que cortan en los campos por 3 pesos, hasta ganarse unos 180 pesos (algo así como unos 15 dólares por día).
En el comedor con mantel de plástico, la señora recuerda la balacera de la madrugada:
-Yo le dije a mi marido, hasta parece una esquitera…pero gigante. Tenemos mucho miedo de decir las cosas porque los policías de aquí los protegen. En las noches llegaban todos y esto era un hervidero.
-¿Quién les prohibía salir?
– Nos decían que no querían ver a nadie después de las diez de la noche…
– ¿Han venido reporteros?
– No, también los amenazan, pienso yo.
– Hasta me recordó la balacera de la película Amanecer
Sangriento…recuerda la mujer en la cocina.
Las paredes de su casa tienen fotos de matrimonio y muchos santos. En su cocina hay chiles de plástico colgando de su ventana. Al lado su marido que le dice: – ¡No que va!, Aquí no entran los balazos mujer.
Como fuese, el amanecer les asestó un derechazo cuando sus vecinos, los mismos que impusieron las reglas para vivir y morir en San José de Lourdes, fueron despertados por un convoy de marinos mexicanos que se metieron a esta enredadera.
-Se oyeron granadazos- dice con cierto aire de experta una niña de ojos enormes verdes y sonrisa bandida de 7 años, metida en un cuarto con su abuela y su madre a unas cuadras de donde marinos montan guardia a unos a dos sicarios amarrados y vendados en un terreno.
Su abuela me encamina hasta la recámara de paredes verdes donde una granada a hecho añicos los cristales. A un costado está la cama con una colcha de Dora la exploradora y su chango Botas. Abajo pedacitos de vidrio y en un mueble, juguetes de sus nietas.
– Ellos eran dueños de todo…expresa la anciana y mira de reojo hacia la calle por la ventana destrozada. En frente de su casa, otro vecino que no quiere nombre sabe y cuenta mientras me guía a su vivienda:
-Los marinos se metieron a buscar a los sicarios hasta la casa…
Sus cinco hijos lo miran desde la reja de su vivienda pegada a un costado de una cortina de acero perforada por unos 10 disparos.
‐ Mire –dice y señala el cristal trasero de su camioneta- me lo destrozaron…en la madrugada pude escuchar cómo había gente en mi azotea;…yo pienso que eran los sicarios que se andaban escondiendo. Por eso se han de haber metido los marinos…
La lluvia regresa y las nubes en tonos grises se van colocando de a montones sobre el pueblo como queriendo apachurrarlo.
A unas tres cuadras de su casa, un camión con unos 12 marinos con pasamontañas y armas de esas que en las crónicas policiacas son siempre de “grueso calibre”, aguarda órdenes de un mando que no conozco.
– Usted no puede acceder; Todavía hay sicarios ahí y granadas que no explotaron, me dice un militar al que intento convencer que me permita observar un poco más al fondo…
Su negativa –lo puedo ver en sus ojos que esquivan mirarme de frente- es más directa: Si usted entra y explota una granada a mí me meten a la cárcel y a usted a un cajón para enterrarlo.
El marino pide instrucciones y da la orden a dos de sus compañeros para que me acompañen a caminar por el perímetro.
Desde un par de azoteas un hombre de mirada desconfiada se asoma desde la ventana. Otro sale el balcón con una mirada casi gatuna y silenciosa. Una sensación de vigilancia cae sobre los marinos. Mi acompañante de la derecha acerca el dedo al gatillo y el de la izquierda no deja de mirar hacia arriba.
De frente, una señora que ronda los 30 años carga a un pequeño y cruza por otro grupo de militares apostados en otra calle del perímetro. Al hacerlo sonríe y después agacha la cabeza.
Los militares –contrario a su disciplina del silencio- me alcanzan a decir, casi a balbucear …por el pasamontañas:
-Muchos se metieron en casas y la gente los está cuidando. No me dice más. Llegamos a una distancia donde han quedado dos camionetas sobre la calle con las puertas abiertas.
Hasta los militares se aproxima Felipe López y su mujer, un migrante oaxaqueño de Xachila que también corta tomate. Viene con su mujer, y sus tres hijos. Uno de ellos envuelto en un reboso.
Los otros, están descalzos. ‐ Quiero pasar a mi casa, pide al militar –
‐ ¿Por dónde vive?, le responde el marino.
‐ Por allá por la orilla donde fue la balacera…
Pero él tampoco puede caminar por esa calle. Le piden que de la vuelta. En el camino me cuenta:
-Nos asustamos…a donde estaba la ventana de mi hijo entraron balazos. Los marinos nos dijeron que nos van a estar cuidando. Pero a ver cómo vamos a pasar la noche. A ver si no pasa otra balacera.
Su mujer, Rosa, hace una seña con las manos. Así quedó el hoyo en el cuarto de mi hijo. El marino toma de la cara a su hijo mientras el niño escanea con curiosidad el arma. Otro le dice a la familia que se retiren de ese lugar. Que busquen otro camino a su vivienda. Felipe y Rosa van rumbo a su casa. Alcanzaron a comprar tortillas y frijoles. Así se lo pidieron los soldados antes de cerrar el perímetro con granadas, sicarios y cadáveres dentro.
Al doblar la esquina, rumbo a las calles sin pavimento del rancho, una anciana le dice a los marinos que ve pasar:
‐ Que Dios los bendiga, que Dios los bendiga.
Lo repite como en piloto automático. Y su hija, una señora que conversa con otras mujeres en la esquina dice: Es que mi mamá ya está grande, está muy nerviosa y tiene miedo. Imagínese usted que le tocó escuchar a todos la balacera.
– Dios dirá ahora que los marinos se vayan….
La advertencia también la hace también un niño de unos 12 años en la entrada del pueblo. Sale del fondo de la tienda donde venden cervezas y vasitos de fruta picada. Es bajito y flaco.
‐ Híjole van a levantar a todos los halconcillos que se quedaron dormidos…, dice como cuando un niño sabe que mamá lo hará ver su suerte tras una travesura.
Una ficha de información –como las que colocan en los museos diría de los halconcillos: Que son mini ejércitos de niños que juegan a ser hombres reclutados por cárteles mexicanos como Los Zetas para vigilar cargamentos de droga. Que tienen entre 10 y 17 años. Que les pagan con droga, carros robados o diferentes cuotas de dinero. Que otra forma de hacerlos sentir parte de una organización criminal es llevándolos a entrenamientos. Que los narcotraficantes los usan porque al ser menores de edad, las fiscalías mexicanas no los pueden encarcelar. Que una nueva especie de halconcillos ha surgido en regiones como Zacatecas, Coahuila y Nuevo León. Que algunas son mujeres adolescentes que en las esquinas de las calles donde hay casas de seguridad, avisan de la llegada de soldados o fuerzas federales. Que también los entrenan para disparar Cuernos de Chivo y lanzar granadas. Que en motocicletas o automóviles robados acostumbran a seguir a distancia los convoyes de soldados, agentes federales o estatales.
Veo al niño y comienzo a responderme algunas de las preguntas que horas antes no tenían sentido. ¿Por qué los marinos no permitían el paso a las policías locales que horas antes intentaban ingresar al pueblo para levantar los cadáveres?
Un viejo policía –mi fuente- me dice al respecto: ¿Tú crees que dejarían entrar con el cadáver de un muchacho adentro?
La tarde se va muriendo y debo salir antes de que los marinos se marchen.
Solo y al final del día –con menos ansiedad de esa que carcome a los reporteros en momentos de adrenalina- comprendo que la ausencia de otros periodistas en la zona no hizo mejor mi historia. Me hizo más vulnerable. Estuve solo, tratando de traducir una realidad que en equipo y con la ayuda de otros periodistas, pudo ser más segura y mejor contada.
Esa misma tarde confirmé que por la mañana –durante la balacera- en la estación de radio XEEL de Fresnillo, Zacatecas el locutor dejó entrar al aire una llamada que exclamó: ¡Mándame a la prensa para que nos dejen de disparar!
El locutor escuchó los disparos y colgó la línea. Una segunda llamada a la cabina insistió: ¡Mándame a la prensa porque ya estuvo, y si me cuelgas te va a cargar la chingada….!
La voz era de uno de los presuntos sicarios quería la presencia de reporteros…pero estos nunca llegaron.
NIÑOS ENTRE EXPLOSIONES
Apenas se rendía honores a tres policías municipales en la explanada de Palacio Municipal cuando empezó a correr el rumor de una posible balacera en el área de la delegación de La Mesa, en Tijuana, Baja California.
No pasó mucho tiempo cuando reporteros y policías empezaron dejar el lugar para irse de prisa a la posible balacera.
Al tomar la Vía Rápida empezaron a rebasarme policías municipales, estatales y federales, y me uní al convoy para llegar más rápido.
Lo murmurado en Palacio Municipal era cierto: Policías y civiles corriendo por todos lados, militares pegados a la pared acercándose lentamente a una casa, en la cual se encontraba gente armada.
Había tranquilidad; me acerqué junto a los militares para ver qué sucedía cuando de pronto se soltó una intensa balacera.
Eran disparos muy diferentes a lo que había escuchado, era infernal el ruido que emitían las armas largas, y de pronto sentí como si estuviera cubriendo una guerra en un país de Medio Oriente.
Fue tan impresionante el sonido que una reportera de otro medio se acercó a mí llorando, por lo asustada que estaba, y yo le decía que iba a estar bien porque estábamos en un lugar seguro, detrás de una barda. “Tranquila, tranquila”, le decía.
De pronto, entre los soldados, los policías y entre las balas, salieron en primer plano decenas de niños corriendo; sucedió en un momento de intensa balacera cuando los menores, algunos con las manos en la cabeza, corrían acompañados de soldados a refugiarse en un lugar seguro.
El punto más difícil fue cuando escuché zumbidos de bala a muy pocos metros de mi cabeza, muy, muy pocos metros, si acaso dos.
Fue tan impresionante que me tiré al piso para así tener pocas posibilidades de que alguna bala me pudiera impactar.
Periodistas, policías y civiles estaban tirados en el piso, todos completamente confundidos al no saber de qué dirección provenían las balas; unos decían que de un techo encima de nosotros, otros decían que venían de más lejos… Cuando llegó el helicóptero de la policía todo mundo se sintió aliviado al pensar que los delincuentes serían ubicados rápidamente.
Qué impresionante escuchar los disparos de arma dirigidos al helicóptero; en ese momento llegué a pensar que hasta podrían derribarlo. De pronto policías federales le gritaron a la prensa que no se alarmaran, que detonarían sus armas para mostrar presencia en la zona, ya que se habían escuchado disparos agresores a muy poca distancia.
Las ráfagas por momentos se intensificaban en y otros menguaban, pero siempre estaba presente el sentido de peligro.
La tranquilidad empezó a sentirse, los soldados empezaron a tranquilizarse, la prensa se acercaba en busca de aclarar todas sus dudas; mi celular y mi radio no paraba de sonar con llamadas de personas allegadas a mí, quienes me preguntaban cómo estaba, si no me había pasado algo, que en el radio se había dicho que había periodistas heridos… “Todo está bien, todo está bien” les respondía,“no se preocupen”.
El 17 de enero del 2008, al saber de una balacera, periodistas y fotoperiodistas se abalanzaron sobre lo que pensaron era una simple cobertura de otro enfrentamiento más en Tijuana, como sucedía en los últimos dos años.
Pero en esa ocasión la balacera duró tres horas. Reporteros y conductores de televisión quedaron atrapados en el fuego cruzado, las bardas y la parte baja de los automóviles no fueron refugios seguros para nadie.
Una conductora entró en pánico y no dejaba de llorar, otro reportero de radio transmitía entre las llantas de una camioneta. Niños de un preescolar salían en los brazos armados de policías que los cargaban como muñecos de trapo. Nadie estaba a salvo.
En ese momento, sin duda, lo que habría puesto menos en riesgo la vida de los comunicadores hubiera sido tener conciencia de un perímetro de seguridad: No seguir a los efectivos policiales hasta donde estaban disparando. También hubiera ayudado portar chalecos antibalas, y avisar a los editores que la zona era insegura, así como reportar la ubicación exacta.
FOTOS: Darío Dávila/Diario de Juárez/ Omar Martínez
(*) Periodista mexicano y consultor independiente. Es profesor del Centro de Periodismo Digital de la Universidad de Guadalajara donde ha impartido bajo el auspicio del ICFJ y la Embajada de Estados Unidos, el curso Cobertura Segura: Guías para el ejercicio periodístico en zonas de riesgo. Ha escrito para Reporte Índigo, Emeequis, El Universal, Crónica, Revista Sole y Metro. Como consultor ha dirigido procesos de cambio de cultura de trabajo en las redacciones de los diarios Vanguardia, Noroeste, El Mañana y la cadena de diarios El Mundo.
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